Por estas fechas en las que toca ponerse románticos y algo cursilones, me permito sacar a la luz un par de historias que tenía guardadas en el baúl de mis mejores recuerdos.
La primera va dedicada a mis padres, que el amor fulminó hace 39 años.
Conocí a Dana y Elk en Vietnam, de excursión por los arrozales de Tam Coc. Esta pareja de enamorados cuarentones enseguida despertó mi curiosidad por el aura de felicidad que desprendían. Se intercambiaban un sinfín de sonrisas cómplices, de miradas golosas, y de otros tantos táctiles gestos de ternura. Hubiese apostado lo que fuere a que estos dos estaban allí de luna de miel.
Afortunadamente, no tuve oportunidad de lucir mi lado ludópata. Al que sí pude dar rienda suelta fue a mi lado marujilla y narigón, que en cuanto se trata de amor, una es más indiscreta que la Gemio. Aprovechando que la parejita se sentó a nuestra mesa en el restaurante (los enamorados son siempre tan incautos), entre bocado y bocado, fui dejando caer mis preguntillas, con naturalidad, como quien no busca la cosa, y así, pasito a pasito, con sutiles maniobras, me los fui llevando al huerto…
“Hola, ¿de dónde sois? ¡Anda! De Suecia y de la República Checaaaa… Huy, qué bonito, qué suerte, ni falta hace que os diga lo mucho que nos gustó Praga, ¿a que sí, Juni?… Oye, ¿y cómo os habéis conocido?”
Vale, vale… Admito que ni fui tan sutil, ni di tantos rodeos. Fue un jaque mate en dos jugadas, pero sí es que incitar a dos tórtolos a que te hablen de su romance es como preguntarle al abuelo por batallitas, o al Juni por sus episodios favoritos de “Stargate SG-1”. Vamos, que es éxito seguro.
Sucedió en Praga, a la hora punta de un concurrido restaurante. A dos mesas de distancia, ajenas al trajín de platos, copas y cubiertos, dos miradas se buscaban mientras se esquivaban. Él le sonreía, ella se sonrojaba. Un estallido de risas irrumpió en el ruido de conversaciones, pero a ella se le había escapado la broma. Llevaba diez minutos perdida en el laberinto sin salida de su deseo.
Una voz masculina vino a rescatarla del ensueño: “Señorita, el caballero de aquella mesa desea ofrecerle esta copa”.
El caballero, Elk, era un veinteañero melenudo y mochilero, ojigarzo y desgreñado, delgado y más largo que una semana en ayunas. El sueco no le quitaba los ojos de encima a Dana. La guapa checa, llevándose la copa a los labios, le devolvió la mirada.
El magnetismo de sus ojos verdes tuvo la culpa de todo. Atraído sin remedio, Elk se levantó de su silla para dar los cuatro pasos más decisivos de su vida. Zancadas, más bien. Las que le costó cruzar la sala para plantarse de frente a la mujer de sus sueños. Primero le pidió permiso para sentarse a su lado y después, tras más de una hora de seducciones en un idioma prestado, se atrevió a pedirle… la mano.
Cualquiera de nosotras hubiese ladeado la cabeza hacia atrás, desviando fugazmente la mirada y atusándose el pelo, mientras se echaba a reír. Dana, simple y serenamente, dijo sí.
Un año más tarde, ya estaban casados y en su casa de Suecia. Nunca se han separado.
Mientras yo me quedaba boquiabierta, sin tomar palabra ni bocado, Dana se puso a buscar algo en la cartera. Sacó una fotografía, la de su segundo amor y única hija.
Me contó la alegría que supuso la llegada de Yasmin. Elk había pasado aquella mañana dando más vueltas que las aspas de un molino, fumando cigarrillo tras cigarrillo, llenando la casa de ansiedad y humo. Dana se mordía compulsivamente las uñas cuando sonó el timbre de la puerta. Era la cigüeña, venida desde Corea para una entrega muy esperada.
Desde el primer segundo, apenas sintió el leve y cálido peso de la cría en sus brazos, Dana supo que era madre. Veinte años se han cumplido ya, de esa cadena de amor perpetua.
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La primera va dedicada a mis padres, que el amor fulminó hace 39 años.
Conocí a Dana y Elk en Vietnam, de excursión por los arrozales de Tam Coc. Esta pareja de enamorados cuarentones enseguida despertó mi curiosidad por el aura de felicidad que desprendían. Se intercambiaban un sinfín de sonrisas cómplices, de miradas golosas, y de otros tantos táctiles gestos de ternura. Hubiese apostado lo que fuere a que estos dos estaban allí de luna de miel.
Afortunadamente, no tuve oportunidad de lucir mi lado ludópata. Al que sí pude dar rienda suelta fue a mi lado marujilla y narigón, que en cuanto se trata de amor, una es más indiscreta que la Gemio. Aprovechando que la parejita se sentó a nuestra mesa en el restaurante (los enamorados son siempre tan incautos), entre bocado y bocado, fui dejando caer mis preguntillas, con naturalidad, como quien no busca la cosa, y así, pasito a pasito, con sutiles maniobras, me los fui llevando al huerto…
“Hola, ¿de dónde sois? ¡Anda! De Suecia y de la República Checaaaa… Huy, qué bonito, qué suerte, ni falta hace que os diga lo mucho que nos gustó Praga, ¿a que sí, Juni?… Oye, ¿y cómo os habéis conocido?”
Vale, vale… Admito que ni fui tan sutil, ni di tantos rodeos. Fue un jaque mate en dos jugadas, pero sí es que incitar a dos tórtolos a que te hablen de su romance es como preguntarle al abuelo por batallitas, o al Juni por sus episodios favoritos de “Stargate SG-1”. Vamos, que es éxito seguro.
Sucedió en Praga, a la hora punta de un concurrido restaurante. A dos mesas de distancia, ajenas al trajín de platos, copas y cubiertos, dos miradas se buscaban mientras se esquivaban. Él le sonreía, ella se sonrojaba. Un estallido de risas irrumpió en el ruido de conversaciones, pero a ella se le había escapado la broma. Llevaba diez minutos perdida en el laberinto sin salida de su deseo.
Una voz masculina vino a rescatarla del ensueño: “Señorita, el caballero de aquella mesa desea ofrecerle esta copa”.
El caballero, Elk, era un veinteañero melenudo y mochilero, ojigarzo y desgreñado, delgado y más largo que una semana en ayunas. El sueco no le quitaba los ojos de encima a Dana. La guapa checa, llevándose la copa a los labios, le devolvió la mirada.
El magnetismo de sus ojos verdes tuvo la culpa de todo. Atraído sin remedio, Elk se levantó de su silla para dar los cuatro pasos más decisivos de su vida. Zancadas, más bien. Las que le costó cruzar la sala para plantarse de frente a la mujer de sus sueños. Primero le pidió permiso para sentarse a su lado y después, tras más de una hora de seducciones en un idioma prestado, se atrevió a pedirle… la mano.
Cualquiera de nosotras hubiese ladeado la cabeza hacia atrás, desviando fugazmente la mirada y atusándose el pelo, mientras se echaba a reír. Dana, simple y serenamente, dijo sí.
Un año más tarde, ya estaban casados y en su casa de Suecia. Nunca se han separado.
Mientras yo me quedaba boquiabierta, sin tomar palabra ni bocado, Dana se puso a buscar algo en la cartera. Sacó una fotografía, la de su segundo amor y única hija.
Me contó la alegría que supuso la llegada de Yasmin. Elk había pasado aquella mañana dando más vueltas que las aspas de un molino, fumando cigarrillo tras cigarrillo, llenando la casa de ansiedad y humo. Dana se mordía compulsivamente las uñas cuando sonó el timbre de la puerta. Era la cigüeña, venida desde Corea para una entrega muy esperada.
Desde el primer segundo, apenas sintió el leve y cálido peso de la cría en sus brazos, Dana supo que era madre. Veinte años se han cumplido ya, de esa cadena de amor perpetua.
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Quiero dedicar mi segunda historia, por encontrarse en las antípodas de la primera, a mis amigos César y Piluca, que se casaron tras conocerse de toda una vida.
Pierre recuerda con prístina nitidez la primera vez que vio a su mujer. Se conocieron en un hospital, en el sur de Francia. Desde luego, el suyo no fue amor a primera vista. Tampoco puede decirse que su encuentro les dejase una marcada y memorable impresión. Claire, de hecho, ni siquiera recuerda ese día. Y a Pierre, ella más bien le pareció poca cosa.
Sus padres le habían llevado a la maternidad de Nimes, para conocer a la hija recién nacida de una pareja de amigos. Ésta fue la primera visita de una serie casi infinita de encuentros. Prácticamente, Pierre y Claire se hicieron juntos.
Construyeron castillos de arena, jugaron a papá y mamá, a médico y enfermera, a “seños” y alumnos, se embadurnaron mutuamente de chocolate, en ocasiones, se pelearon y se tiraron los trastos (de hecho, creo que todavía hoy se dedican a estas mismas prácticas).
Con el transcurrir de los años, Claire se hizo moza, curvilínea y muy guapa. Esos cambios no pasaron inadvertidos por Pierre, que empezó a observarla con renovado interés. Los juegos de niños pronto cedieron paso al de mayores.
No fueron sólo la belleza y antigua amistad de Claire los que irresistiblemente atrajeron a Pierre. También habían desarrollado una infinidad de afinidades. A ambos les encantaba la naturaleza, los grandes espacios al aire libre y la sana simplicidad de la vida rural. Ambos habían elegido cursar los mismos estudios, de magisterio. Ambos anhelaban un mismo estilo de vida. Ambos soñaban con la idea de expatriarse, de descubrir otros mundos.
Casi al mismo tiempo, empezaron a dar clases. El mismo año y, por separado, solicitaron un traslado para trabajar fuera de la Francia continental. A ambos les fue concedida su solicitud, siendo destinados a la Guyana francesa. Sus puestos no estaban en la misma escuela, ni en el mismo distrito, ni en la misma ciudad, ni siquiera en la misma provincia.
El uno se fue al sur y el otro, al norte. Vivieron varios años de esta manera, hasta que la separación física pudo con ellos y se convirtió en ruptura sentimental.
Pasaron los meses, un año entero sin verse. Nunca habían estado alejados durante tanto tiempo. Se escribieron y decidieron que era hora de volver a encontrarse. Desde entonces, nunca más han vuelto a separarse.
Nueve meses más tarde, se casaron. Y tras otros nueve meses más, nació su primer hijo, Ismael. Tres años después, llegó el segundo, Christo. Cuando yo me crucé con ellos, en Luang Prabang (Laos), Claire me regaló la primicia de que estaba embarazada. Todavía no habían querido decir nada en casa, para no preocupar a unos abuelos que ya padecían por la seguridad y salud de sus nietos, en manos de unos padres, al juzgar de aquéllos, inconscientes.
A mí, personalmente, me llamó mucho la atención ver una familia viajando por Asia, especialmente dada la corta edad de los churumbeles (unos cinco y dos años, si no mal recuerdo). Enseguida simpaticé con ellos y les pregunté qué tal llevaban lo de viajar con sus peques.
Me comentaron que la experiencia estaba resultando increíble y que tanto los niños como ellos estaban disfrutando lo que no estaba escrito. Los asiáticos se vuelven locos con los críos, especialmente si son blancos, pues no están muy acostumbrados a verlos. Así que prácticamente no podían dar un paso sin encontrarse a alguna señora con auténtica devoción por pasarse horas entreteniendo a los nenes (por supuesto, ellos, los padres, estaban más que encantados). Claire me confesó que casi se sentía incómoda cuando salía a dar un paseo sola, pues notaba que el trato con los locales no era el mismo sin sus hijos, que la interacción pasaba automáticamente a un plano más comercial y menos genuino.
También me dijeron que el “truco” para viajar con niños consiste en tomarse las cosas con calma, buscando un ritmo que no rompa con su rutina. Procurar respetar siempre los mismos horarios para comer y dormir, limitar las excursiones, buscar oportunidades para el descanso y también para el juego.
Pierre y Claire se habían tomado unos cinco meses de excedencia para dar una pequeña vuelta por el sudeste asiático. Seguían un recorrido muy similar al mío con Junior, aunque en sentido contrario, pues venían de Chiang Mai y se dirigían a Vietnam (pobres), mientras nosotros veníamos de Hanoi y volvíamos a Tailandia. Por cierto, ellos también habían estado en la maravillosa isla de Koh Lipe, donde por algún misterioso hechizo que Ismael y Christo aún no han terminado de comprender, Claire se quedó embarazada (vaya, pues a mí eso no me ha pasado, y eso que yo ya he estado dos veces en la isla).
Podéis ver las fotos del viaje de Pierre y Claire en su blog. Hace poco, recibí noticias suyas informándome del nacimiento de su pequeña Éloïne, que vio la luz en su casa de Arrout, el miércoles 21 de noviembre del 2007, a las 9:22 de la mañana.
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No acabaré diciendo que ambas parejas comieron perdices y fueron para siempre felices, pues la vida no es un cuento y nunca puede predecirse cómo irá a terminar una historia que aún se está escribiendo.
Pero, si bien dejo abierto el final de mis historias, sí que me arriesgaré a sacarles su moraleja. Y es que, en amor, no hay más regla de oro que la de no existir ninguna regla.
¿Quién se atreve a afirmar que los flechazos nunca funcionan? ¿O que las segundas partes nunca son buenas? ¿O que después de tener hijos, no se puede viajar más allá de Mora de Rubielos o de Rubielos de Mora?
Que tengáis un feliz día de San Valentín y ¡que los solitarios se enamoren!
(Escrito desde Castellón de la Plana, España, el 14/02/08: rescatado para "Soliloquios", el 21/02/08)
No acabaré diciendo que ambas parejas comieron perdices y fueron para siempre felices, pues la vida no es un cuento y nunca puede predecirse cómo irá a terminar una historia que aún se está escribiendo.
Pero, si bien dejo abierto el final de mis historias, sí que me arriesgaré a sacarles su moraleja. Y es que, en amor, no hay más regla de oro que la de no existir ninguna regla.
¿Quién se atreve a afirmar que los flechazos nunca funcionan? ¿O que las segundas partes nunca son buenas? ¿O que después de tener hijos, no se puede viajar más allá de Mora de Rubielos o de Rubielos de Mora?
Que tengáis un feliz día de San Valentín y ¡que los solitarios se enamoren!
(Escrito desde Castellón de la Plana, España, el 14/02/08: rescatado para "Soliloquios", el 21/02/08)
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